jueves, 8 de octubre de 2009

(el volar es) para los pájaros



Publicado originalmente en La Tempestad (México).




Podría imaginarse un gran movimiento cósmico. Una de esas figuras en la que dos órbitas se acercan progresivamente, sin llegar a tocarse y, de golpe, comienzan a alejarse. Y, si se tratara de una novela de Stephen King, de uno de esos gigantescos enfrentamientos entre el bien y el mal fermentados durante siglos, el lugar señalado habría sido Woodstock. Allí, en 1969, las órbitas casi chocaron. El mercado y las rupturas estéticas, ese motor que venía funcionando en tensión con él desde hacía por lo menos cuatro siglos, se reconocieron entre sí, compartieron espacios y llegaron, incluso, a marchar casi juntos durante un tiempo. Jimi Hendrix y su explosión del timbre y de las leyes narrativas del blues era vivado por una multitud de adolescentes. Estaba en las radios. Era popular.

  El terremoto, como siempre, había tenido antecedentes, tendría ecos y posteriores remezones. Un año antes, Jerry Goldsmith había compuesto una banda de sonido enteramente atonal, desde el comienzo hasta el fin, para una pelicula de entretenimiento, insospechable de vanguardismo, llamada The planet of the apes. Y los Beatles, ya en 1967, habían colocado a Stockhausen no sólo en la tapa de un disco –Sgt. Pepper– sino en el horizonte de las operaciones musicales posibles dentro de una supuesta canción pop. Pero había sido el propio Woodstock, un pequeño pueblo en el estado de Nueva York, donde la música artística de tradición escrita había llegado a su punto de no retorno. El 29 de agosto de 1952, en el Maverick Concert Hall, David Tudor había estrenado una nueva composición de John Cage. El concierto había contado con el patrocinio de la Benefit Artists Welfare Fund y el público era una audiencia interesada y familiarizada con el arte de vanguardia. Aun así, 4’33” había sido un escándalo. “La gente empezó a susurrarse cosas y algunos se pararon para irse. Ninguno se rió. Más bien se irritaron cuando se dieron cuenta de que no iba a pasar nada. Aún hoy no lo han olvidado”, comentaba Cage, casi tres décadas después.

  Cuatro treinta y tres no es necesariamente una composición para piano. En realidad puede ser interpretada por cualquier instrumentista o cualquier grupo de instrumentistas siempre y cuando se cumplan ciertas condiciones: su división  en tres movimientos –que suman los cuatro minutos con treinta y tres segundos del título–, separados por la señal de un reloj; la utilización de una partitura (en el estreno fueron varias hojas manuscritas por Cage, con música efectivamente escrita para la ocasión) cuyas páginas son dadas vuelta cada vez que comienza un movimiento; y, sobre todo, que el ínterprete o grupo de intérpretes no toquen ningún sonido en sus instrumentos durante la obra. Cuatro minutos treinta y tres es una obra silenciosa. O todo lo contrario: una obra cargada con la imposibilidad del silencio. El día del estreno, en el primer movimiento sonó el viento entre las hojas y, en el segundo, algunas gotas de lluvia que comenzaron a caer. Y, claro, el mismo público. Un compositor que se oponía a la idea de composición había compuesto una obra que no estaba compuesta. Como estaba en contra de la idea de repertorio había diseñado algo que no podía entrar en el repertorio y como polemizaba con los intérpretes pergeñó una música que no podía ser interpretada. John Cage discutía también el tiempo y esa obra tenía una duración totalmente arbitraria (más adelante Cage dijo, en un reportaje, que en ese momento ya ni siquiera indicaría un tiempo preciso). Cuestionaba la idea del sonido reglamentado y lo omitía, rechazaba la repetición y esa era una obra que no podía (o no debía) repetirse –, ponía en tela de juicio el rito del concierto burgués y esa era una “composición” que jamás podría congeniar con ese rito.

  Cage (”jaula”, en inglés) solía jugar con el sentido de su apellido. “A un periodista en Illinois que me pidió que condensara toda mi filosofía en una fórmula, le contesté que cualquiera fuera la jaula de la que saliera se encontraría dentro de ella (es decir, dentro de Cage)”, contaba, por ejemplo. Y sus históricas conversaciones con Daniel Charles en el Museo de Arte Moderno de París, el 27 de octubre de 1970, y otras posteriores, realizadas entre fines de ese año y comienzos del siguiente, fueron publicadas en forma de libro con el título Cage. For the Birds (existe traducción castellana, publicada por Monte Avila, como Para los pájaros). Allí, Cage afirma: “Varèse contribuyó mucho a aclimatarme a la idea de un universo sonoro ilimitado. Por refinados que sean los timbres de un Schönberg, nunca nos alejan de la cifra ‘doce’…En tanto que con Varèse, y cualesquiera que hayan sido sus veleidades ‘organizadoras’, se siente que todo es posible. Lo cual no impide que, en su obra, se advierta con frecuencia la decisión de dominar los sonidos o los ruidos; de doblegarlos a su voluntad, a su imaginación […] Lo que yo buscaba era, en un sentido, más humilde: sonidos, sin más. Sonidos puros y simples”, decía Cage.  En esa frase aparecen con claridad sus filiaciones y sus diferencias. Fue alumno de Schönberg –quien afirmó de él que tenía “más inventiva que genio”– y compuso, al comienzo de su carrera, con series de doce sonidos –aunque subdividiéndolas en pequeños grupos estáticos de manera de enmascararlas por completo–. Y fue, desde ya, un aplicado estudioso de Varèse –sobre todo de su Ionisation–. Pero ellos intentaban “doblegar” los sonidos y Cage no. Cage iba, en todo caso, mucho más lejos.

  Tal vez era por eso que 4’33” producía (produce) tanto enojo. No proponía una nueva concepción de la organización rítmica (como La consagración de la primavera), ni de la armonía (como el atonalismo), ni de la tímbrica (como Varèse), ni de la estructura (como el serialismo). No rompía explícitamente con ninguna de las maneras tradicionales de hacer música sino que, simplemente, las combatía a todas al mismo tiempo. Se enfrentaba directamente con la idea de lo que es la música y, sobre todo, con la única vaca sagrada vigente desde la Edad Media. Con el monstruo que las vanguardias europeas, lejos de atacar, habían convertido en un dios totalitario y prepotente: el compositor. Este demiurgo era capaz de someter a intérpretes y oyentes a los desafíos más inusitados, se atrevía a pautar hasta el límite de lo realizable (y también más allá) sus deseos y llegaba al extremo con la música electrónica, en la que ya no era necesario ningún intérprete en absoluto. Cage, en cambio, rompía la idea del autor. Lo que John Cage diseñaba no era sólo un nuevo arte sonoro, plasmado más en el espacio que en el tiempo, sino una nueva manera de componer: para él, crear podía ser proponer un espacio y una situación determinados, de modo que el compositor (el que organizara ese material que sonaba así, todo junto, ahí mismo, por primera vez) fuera el oyente. Pero además, si las vanguardias habían necesitado de sistemas para discutir sistemas, también en ese sentido la revolución de Cage era inédita. Porque discutía la institución del concierto con una obra que no podía tocarse en concierto; se enfrentaba con los hábitos de los melómanos con una composición cuya interpretación no podía ser discutida, ni comparada, ni coleccionada; problematizaba los medios masivos de comunicación con cuatro minutos y treinta y tres segundos imposibles de difundir. Y por último, pero no menos importante, componía, por primera vez, algo por lo que era imposible cobrar derechos de autor.

  Pero 4’33”, es, también, otra cosa. Es la creación de un continente para que la audición, como creadora, pueda ser puesta en primer plano. Es cada uno,  con su oído, quien compone la pieza. No sucede algo demasiado distinto en las obras en las que se combinan distintas radios sintonizadas al azar y situadas en un recorrido determinado de manera que lo que suene –además de irrepetible, distinto para cada oyente– dependa de las elecciones de quien escucha (es decir quien se desplaza por ese recorrido a la velocidad que quiere, deteniéndose si lo desea, acercándose o no a las fuentes emisoras de sonido). Cage es, en muchos aspectos, un perfecto conglomerado de rasgos de época: el orientalismo, cierto rechazo a la intelectualidad “occidental” construido con severo intelectualismo, la relectura de la historia invirtiendo jerarquías (Satie por encima de Beethoven, por ejemplo), el culto a la indeterminación y el azar. Es, también, el inventor de esas maravillosas pequeñas orquestas de percusión contenidas en el piano preparado (y de obras maestras como las Sonatas e interludios para ese novedoso instrumento) y el productor de ocasiones sonoras casi mágicas, como sus piezas para piano de juguete. Pero, sobre todo, y quizás a su pesar, se ha convertido en uno de esos nombres que, con su sola mención, alcanzan para reoresentar toda una idea. Actuó en un momento y un lugar en particular en que órbitas divergentes estuvieron tan cerca (en que el yin y el yang casi se tocaron, podría haber pensado el orientalista Cage) que todo podría haber explotado. Fue, en algún sentido, el creador de una nueva categoría musical, la de las obras para ser contadas. Es, como muchos de los iconos del siglo XX, alguien mucho más nombrado que conocido. Pero la paradoja tal vez estuviera ya contemplada en su obra. Una obra cuyos efectos revulsivos –e inevitables– son en gran medida independientes de su audición. “En música, deberíamos contentarnos con abrir los oídos”, decía Cage. “En un oído abierto a todos los sonidos, ¡todo puede entrar musicalmente! No sólo las músicas que juzgamos hermosas, sino la música hecha por la vida misma. Gracias a la música, la vida tendrá cada vez más sentido. Pero para que así suceda, en cierto modo hay que renunciar a la música. O, por lo menos, a lo que llamamos música. Con la política sucede lo mismo. Y entonces bien puedo hablar de la ‘no política’, tal como al hablar de mí se habla de ‘no música’. ¡Es el mismo problema! Si nos aviniéramos a dejar de lado todo lo que se intitula ‘música’, ¡la vida entera se transformaría en música!”. Es cierto; nada volvió a ser como en Woodstock. Pero, curiosamente, nada podría ser, nunca más, como antes de Woodstock. 

1 comentario:

  1. Comentario al paso: en el estreno de la obra, Cage no puso delante del piano al portero de la sala. Sino a David Tudor, un pianista notable que había estrenado en los EEUU las más intrincadas obras serialistas de Boulez y cia. El efecto es, claramente, más potente. En esta obra Cage también puso en primer plano el caracter teatral de la performance musical. Saludos

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